Salud mental, adolescencias y el grito silenciado de una sociedad en crisis

En un mundo atravesado por desplazamientos forzados, guerras, crisis climáticas y desigualdades crecientes, la salud mental se ha convertido en un reflejo doloroso de nuestras fracturas sociales. Las cifras son alarmantes: más de 120 millones de personas han sido forzadas a cruzar fronteras internacionales. En Gaza, más de 70.000 personas han perdido la vida; de las cuales, el 59,1 % son mujeres, niños y personas mayores. En Haití, 360.000 personas han huido de sus hogares, y 180.000 niños han quedado huérfanos o separados de sus padres.
Estas realidades no son ajenas a nuestra región. En Argentina, la pobreza multidimensional alcanza al 31 % de los hogares, y en más de tres millones de ellos —donde viven niñas, niños y adolescentes— los ingresos no alcanzan para cubrir los gastos básicos. Esta brecha se traduce en diferencias tangibles. La calidad de vida vinculada a la salud depende en gran medida del nivel de ingreso, y las tasas de mortalidad materna, infantil, así como la fecundidad adolescente, son significativamente más altas en las provincias más postergadas. Mientras tanto, las desigualdades también atraviesan el acceso a servicios de salud de calidad: el gasto per cápita en salud varía hasta cuatro veces entre las provincias que más y menos invierten. El impacto de estas desigualdades no es abstracto: son estructuras que enferman, deterioran la vida cotidiana y, en muchos casos, la arrebatan.
Ya en el siglo XIX, Friedrich Nietzsche advertía con agudeza: “Que los individuos se comporten como si nada supieran de todas estas preocupaciones no nos ha de llevar al error: su desasosiego muestra que saben muy bien qué es lo que pasa”. No se trata, entonces, de indiferencia, sino de una conciencia silenciada, atrapada en un entorno que cada vez ofrece menos condiciones para el cuidado colectivo.
Comprender que no somos seres aislados del contexto puede ayudarnos a entender por qué ese “desasosiego” se expresa hoy en los padecimientos psíquicos de nuestras adolescencias, y permite dimensionar uno de los datos más desgarradores de nuestro presente: el suicidio se ha convertido en la segunda causa de muerte en este grupo etario. En 2023 se registraron 394 suicidios en adolescentes de 10 a 19 años, lo que equivale a más de uno por día.
Y esto es solo la punta del iceberg. Como alertan especialistas del Hospital de Clínicas, las consultas por cuadros depresivos en jóvenes van en aumento: solo en un año se incrementaron un 30 %. Esto indica que las señales de alarma no están siendo escuchadas a tiempo, y que hay una desconexión profunda entre quienes padecen y los entornos que deberían acompañar.
Cada vez hay más evidencia de que los padecimientos mentales no son un problema reservado exclusivamente a profesionales expertas/os. La salud mental se teje en las redes sociales y comunitarias en las que vivimos, en las posibilidades de hablar, de pedir ayuda, de sentir que se pertenece. El célebre estudio longitudinal de la Universidad de Harvard, que siguió durante más de 80 años la vida de cientos de personas, llegó a una conclusión contundente: la calidad de nuestros vínculos es el principal predictor de nuestra salud, bienestar y longevidad. Somos, en definitiva, tan sanos como nuestras redes de afecto y cuidado.
La protección y promoción de la salud mental debe ser una prioridad en la agenda pública, no solo como respuesta a una crisis, sino como compromiso con una sociedad que entiende que su supervivencia depende de su capacidad de cuidado. Porque allí donde falta el cuidado, florecen el dolor y la desesperanza. Y allí donde cuidamos, incluso en lo pequeño, germina otra posibilidad.
Por eso, es urgente que cada una/o de nosotras/os se reconozca como parte de esa red vital de contención y afecto. Todos y todas —desde los equipos de salud hasta docentes, comunicadores, referentes comunitarios, familias y decisores políticos— tenemos un rol que cumplir. No se trata solo de pedir más respuestas al sistema de salud, sino también de asumir el lugar que nos corresponde como constructores de entornos más humanos, más sensibles, más capaces de alojar el sufrimiento y de sostener la vida.
Invitamos a comprometernos activamente con esta tarea: la de reconstruir sociedades más amables y más amorosas; en una palabra: más vivibles. Que cada gesto cotidiano —una escucha atenta, una pregunta genuina, una red que acompaña— se convierta en un acto político que desafíe la violencia estructural que nos enferma. Porque, en tiempos oscuros, cuidar también es construir. Y construir cuidando puede ser el comienzo de otro mundo posible.
Alejandra Sánchez Cabezas
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